martes, 27 de mayo de 2025

Científicas, Matemáticas y Astrónomas: Sofja Kovalevskaya

Hoy presentamos, en nuestra serie Científicas, Matemáticas y Astrónomas, a Sofja Kovalevskaya, matemática.

Sofja Vasilyevna Kovalevskaya (Софья Васильевна Ковалевская), durante mucho tiempo conocida en Occidente como Kovalevsky —cuando aún se ignoraba que en ruso los apellidos tienen forma femenina— nació en Moscú en enero de 1850. Era hija de Vasily Vasilievich Krukovsky, oficial de artillería y descendiente del rey de Hungría Matías I, que llegaría a ser comandante del Arsenal del Kremlin, y de Elizaveta Fyodorovna Schubert, alemana y nieta de Theodor Schubert, matemático y astrónomo de la Academia de San Petersburgo. Ella era mucho más culta y educada que su marido.

Sofja Vasilyevna Kovalevskaya
Curiosamente, Vasily era hijo de polaco y rusa, así que Sofja solo era rusa por una cuarta parte de su sangre y siempre sintió una fuerte afinidad con los movimientos revolucionarios alemán y polaco del siglo XIX.

Sus primeros contactos con las matemáticas llegaron por caminos insólitos: por un lado, su padre había estudiado cálculo en el ejército, como parte de su formación artillera. Una anécdota cuenta que, en ausencia de papel pintado, empapeló una habitación con litografías de conferencias de Ostrogradsky, y Sofja pasó horas de su infancia escudriñando aquellas fórmulas incomprensibles. Por otro lado, adoraba a su tío Pyotr Vasilievich, un autodidacta con gran afición por las matemáticas.

Pronto empezó a destacar por su capacidad de autoestudio y su facilidad para explicar conceptos matemáticos complejos. Algunos amigos de la familia sugirieron entonces a Vasily que permitiera que Sofja recibiera una formación matemática adecuada. Durante su juventud, se sintió fuertemente atraída por Fyodor Dostoevsky, aunque parece que el escritor mostró más interés por su hermana mayor, Anna.

La ley rusa no permitía a una mujer tener pasaporte propio; para estudiar en el extranjero, necesitaba el permiso de su padre o un marido. Vasily se oponía a que Sofja y Anna salieran del país, así que la única solución pasaba por un matrimonio estratégico. Si una de las dos hermanas se casaba, el esposo podría legalmente tomar también a la cuñada bajo su protección. Así encontraron a Vladimir Kovalevski, más tarde famoso paleontólogo, quien, plenamente consciente de las razones de Sofja, accedió a casarse con ella en septiembre de 1868. Años después, la pareja se convirtió en un matrimonio de hecho, y en 1878 nació su hija, también llamada Sofja.

En mayo de 1869, Sofja y Vladimir llegaron a Heidelberg, donde ella estudió física con Gustav Kirchhoff, fisiología con Hermann von Helmholtz y matemáticas con Leo Königsberger y Paul DuBois-Reymond. En 1870 intentó ingresar en la Universidad de Berlín para estudiar con Karl Weierstrass. El matemático, sorprendido por la audacia de una mujer que quería entrar en su aula, decidió actuar con justicia: le entregó varios problemas. Sofja los resolvió todos, y Weierstrass inició el proceso de admisión. Sin embargo, la administración de la universidad se negó en rotundo. Weierstrass decidió entonces darle clases particulares durante cuatro años.

Mujeres defendiendo la Comuna de París

En 1871, Sofja y su marido se vieron envueltos en una aventura política. Su hermana Anna había viajado a París y se había unido a la Comuna, el breve gobierno revolucionario que dirigió la ciudad durante la ocupación prusiana. Sofja y Vladimir lograron entrar en la París sitiada y ayudaron en los hospitales. Cuando la Comuna fue derrotada, huyeron con Anna a Londres. Anna se quedó allí, fue acogida por Karl Marx y más tarde tradujo sus obras al ruso.

En 1874, con el apoyo de Weierstrass, Sofja obtuvo el grado de Doctor en Matemáticas y Maestro en Bellas Artes por la Universidad de Göttingen, gracias a sus trabajos sobre ecuaciones diferenciales y su aplicación al estudio de los anillos de Saturno. Fue el primer doctorado en matemáticas otorgado a una mujer. Ese mismo año regresó a Rusia y trató de conseguir un puesto en la Universidad de San Petersburgo, sin éxito. Tal vez por decepción, abandonó por unos años la investigación y se centró en su afición por la literatura.

Matemáticamente, estaba aislada: no solo por ser mujer, sino por ser discípula de Weierstrass, referente del análisis matemático puro, mientras que en Rusia predominaba el análisis aplicado. La única excepción fue el maestro Chebyshev, que sí valoró su trabajo.

En 1880, tras varios fracasos económicos que afectaron gravemente la salud mental de Vladimir, Sofja decidió volver a las matemáticas. Se trasladó a Moscú, pero fue rechazada nuevamente por la universidad. Viajó a Berlín y luego a París en busca de un puesto como profesora. Finalmente, en 1884, fue aceptada como profesora en la Universidad de Estocolmo. Era la tercera mujer en lograr ese grado académico.

Peonza de Kovalevskaya

Desde su nuevo puesto, completó sus estudios sobre dinámica de la rotación de sólidos, aplicando la teoría de funciones abelianas. Por estos trabajos recibió el Premio de la Academia de Ciencias de París en 1888 y, un año después, el Premio de la Academia Sueca de Ciencias, antecesor del Nobel.

En 1889, fue finalmente reconocida en su país como la primera mujer nombrada miembro correspondiente de la Academia de Ciencias de San Petersburgo, gracias a la iniciativa de Chebyshev.

Lamentablemente, apenas tuvo tiempo de disfrutar ese reconocimiento: falleció de gripe y neumonía en febrero de 1891, a los 41 años. Sofja está enterrada en el cementerio de Norra begravningsplatsen, junto a otros notables suecos.

Esta semblanza de Sofja Kovalevskaya nació años atrás en otro lugar digital, el Menschliche Walhalla, un proyecto de memoria humanista que hoy duerme en silencio. Reaparece aquí revisada, como artículo 40 de este blog, como un acto de gratitud.

lunes, 19 de mayo de 2025

Cuando la Tierra era el centro del Universo… y tenía sentido que lo fuera

Cuando Ptolomeo salvó las apariencias

Ptolomeo muy orgulloso con sus epiciclos,
 deferentes y, sobre todo, sus ecuantes

Hoy nadie duda de que la Tierra gira alrededor del Sol, y que el Sol, a su vez, no es más que una estrella entre miles de millones. Pero hubo un tiempo —un tiempo largo— en que imaginar esto habría parecido absurdo. En ese tiempo vivió Claudio Ptolomeo, en el siglo II de nuestra era, y fue él quien escribió la obra astronómica más influyente de la Antigüedad: el Almagesto. El manual definitivo para explicar el cielo... aunque fuera a base de 'rodeos'.

No era fácil ser astrónomo entonces. No había telescopios, ni relojes precisos, ni datos fiables. Solo estaban los cielos, el ojo humano… y mucha paciencia. Ptolomeo, como casi todos sus predecesores, asumía algo que parecía evidente: que la Tierra estaba quieta en el centro del cosmos. Y con esa premisa, intentó que las cuentas cuadraran.

Spoiler: lo consiguió. Pero a un precio.

El arte de ajustar un modelo a martillazos

Las observaciones del cielo tenían un problema: los planetas no se movían de forma sencilla. A veces avanzaban, a veces retrocedían (lo que hoy llamamos movimiento retrógrado). Si la Tierra estaba quieta, ¿cómo explicar eso?

La solución no era cambiar la hipótesis de partida —¡ni pensarlo!—, sino ajustar el modelo para que encajara. Así nació la arquitectura de epiciclos y deferentes: cada planeta giraba en un pequeño círculo (epiciclo), cuyo centro a su vez giraba en otro círculo mayor (deferente) alrededor de la Tierra.

Era como dibujar con un espirógrafo cósmico. Y funcionaba. No a la perfección, pero sí lo bastante bien como para predecir posiciones planetarias sin volverse completamente loco... aunque por momentos debieron rozarlo. Ptolomeo pulió y mejoró este modelo heredado, muy posiblemente de Hiparco, (a quien ya dedicaremos su artículo) añadiendo elementos como el “ecuante” (un punto excéntrico desde el que el movimiento parecía uniforme) para que las observaciones encajaran mejor. Si quieres jugar con el concepto aquí tienes un modelo geocéntrico ptolemáico

De sphaera mundi, de Johannes de Sacrobosco. Una versión medieval (c.1230) del Almagesto de Ptolomeo. La fotografía es de una edición impresa de 1550

Desde nuestra perspectiva actual, esto parece un galimatías. Pero hay que verlo como lo que era: un intento monumental por hacer que el modelo coincidiera con lo que se veía en el cielo. No era física, era geometría aplicada con talento y tenacidad. Y durante más de mil años, fue el sistema de referencia para entender el universo.

Antes de menospreciar el esfuerzo de Ptolomeo deberíamos recordar al mismísimo Newton. También él se empeño en encontrar un orden perfecto en el Sistema Solar que no existía y negó las explicaciones de Leibniz como vimos en otro artículo. O qué decir de los físicos actuales modificando modelos matemáticos cada vez más complejos para explicar fenómenos cuánticos o la materia oscura con tal de no bajarse de sus concepciones de salida...

Cuando el centro depende de dónde mires

Hoy decimos que Ptolomeo estaba equivocado. Pero, si nos ponemos quisquillosos, hay que matizar: su modelo era complejo y feo, sí; menos útil que el heliocéntrico, sin duda; pero físicamente, no era incorrecto.

Porque en el fondo, todo movimiento es relativo. Puedes describir el sistema solar desde cualquier punto: desde el Sol, desde la Tierra… incluso desde Júpiter. Lo que cambia es la complejidad de las cuentas. Decir que el Sol está en el centro es elegir un marco de referencia más sencillo y coherente con la dinámica gravitacional. Pero nadie te impide poner la Tierra en el centro… solo que necesitarás muchos más círculos y correcciones para explicarlo todo.

¿Heliocentrismo o Geocentrismo? Cuestión de gustos... o de salud mental

Ptolomeo eligió el centro más lógico para él. No porque fuera terco o ciego, sino porque desde su marco cultural y tecnológico, no tenía razones de peso para hacerlo de otro modo. Y además, su modelo funcionaba. Mal que bien, pero funcionaba.

En otras palabras, la Tierra era el centro del universo... si uno decidía que lo fuera. Esta idea, si bien astronómicamente errónea, era físicamente tan válida como cualquier otra.

Ptolomeo no fue el único. Otros astrónomos, como Hiparco, también trataron de ajustar las órbitas planetarias a la teoría geocéntrica. Pero fue el modelo de Ptolomeo el que perduró durante siglos, gracias a las traducciones árabes, hasta que las ideas de Copérnico finalmente lo desafiarían.

¿Por qué importa todo esto?

Porque nos recuerda que la ciencia no avanza por iluminación divina, sino por ensayo, error, y una voluntad tremenda de que las cosas encajen aunque sea a martillazos. Ptolomeo no descubrió que la Tierra se movía pero nos legó un sistema ordenado y coherente, un método de cálculo preciso y, sin quererlo, el indicio más claro de que el geocentrismo era cada vez más insostenible.

Universo Ptolemaico,
Cornipolitanus Chronographia 1537
Un universo perfecto... o no?

Sin embargo, el principal problema del Geocentrismo de Ptolomeo no fue su incapacidad para explicar fenómenos o su inexactitud, sino su instrumentalización, siglos después, por la nueva religión imperante en Occidente, el cristianismo. Los teólogos cristianos empuñaron el modelo de Ptolomeo como prueba de la supuesta inmutabilidad del universo y de la posición privilegiada de la Tierra y del ser humano (aunque no precisamente de toda la Humanidad) en el centro de la creación divina. La Iglesia trató por todos los medios a su alcance, y no pocos, de mantener el geocentrismo como una doctrina inapelable - Galileo y Bruno podrían contarnos detalles sobre esto - en lugar de tratarlo como lo que era: un modelo geométrico válido hasta cierto punto y desechable una vez se supera con datos y evidencias.

Pero su caída, con Iglesia o sin ella, era inevitable. Cuanto más complicado era hacer que el sistema funcionara, más evidente se hacía que tal vez la hipótesis de partida no era la mejor. Y así, Copérnico, Kepler y Galileo tomarían el relevo… y le darían la vuelta al sistema.

No olvidemos, sin embargo, que todo gira en torno a lo mismo: elegir un buen punto de vista, lo que en física se llama "marco de referencia". Y que la Tierra no sea el centro del universo no significa que no pueda serlo, si elegimos contar las cosas desde aquí. Después de todo, desde donde miras, tú también estás en el centro.


martes, 13 de mayo de 2025

Medir el Cosmos con una regla y un compás (II): Aristarco

Cuando un griego midió el cielo a ojo… y casi acertó

En una época sin telescopios, sin satélites y sí, sin Google Maps, un griego se plantó bajo el cielo armado con un compás, un poco de geometría y mucha audacia. Se llamaba Aristarco de Samos y vivió en el siglo III antes de nuestra era. Y aunque hoy no lo sepa casi nadie, fue el primero que se atrevió a calcular el tamaño y la distancia del Sol y de la Luna... y a decir, ¡siglos antes de Copérnico! que la Tierra gira alrededor del Sol.

¿Y cómo lo hizo? Con una idea brillante y unos cálculos que hoy diríamos “a ojo”… pero un ojo entrenado en ciencia, que ya quisiéramos muchos.

Midiendo ángulos con la Luna a medio gas

Imagina que es de noche y ves la Luna en cuarto creciente, la mitad iluminada y la mitad en sombra. Ese momento no solo es bonito: es una gran oportunidad geométrica. Si la mitad de la Luna está iluminada, eso significa que la línea que separa luz y sombra —el terminador— está justo perpendicular a la dirección al Sol. Es decir, el ángulo en la Luna, entre el Sol y la Tierra, es de 90°.

Aristarco comprendió que, si en ese momento podía medir el ángulo entre el Sol y la Luna en el cielo (visto desde la Tierra), podía construir un triángulo rectángulo con vértices en la Tierra, la Luna y el Sol. Con un poco de trigonometría (lo que hoy llamaríamos una tangente), la relación entre las distancias queda determinada.

Aristarco intentó medir el ángulo α para determinar completamente el triángulo entre los tres astros y así poder deducir las distancias relativas del Sol y Luna hasta la Tierra

Él midió —a ojo, sin instrumentos ópticos— un ángulo α de unos 87°, lo que implica que el Sol está unas 20 veces más lejos que la Luna. La cifra real es unas 400 veces, pero no perdamos la perspectiva: ¡medir un ángulo en el cielo, a simple vista, con solo una regla y compás, es un logro impresionante! Más aún si ahora sabemos que el ángulo real es de 89,85°, casi imposible de distinguir a simple vista de un ángulo recto.

El tamaño de la Luna y el Sol: comparando sombras

Con ese dato de las distancias, Aristarco pasó al siguiente paso lógico: calcular los tamaños relativos. Ya sabía que la Luna y el Sol se ven del mismo tamaño aparente (ambos cubren unos 0,5 grados en el cielo), así que si uno está 20 veces más lejos, debe ser unas 20 veces más grande.

En un Eclipse Solar se aprecia con claridad que los diámetros aparentes de Sol y Luna, vistos desde la Tierra son casi iguales

Pero además, hizo otro razonamiento: observó los eclipses lunares y dedujo que, cuando la Tierra proyecta su sombra sobre la Luna, podemos medir el tiempo que nuestro satélite tarda en cruzar la zona de Umbra y estimar así la relación del radio de esta sombra con respecto al radio de la Luna y, con un poco de trigonometría básica, llegar a la relación que conecta el tamaño de la Tierra con el del Sol y el de la Luna y las distancias de la Tierra-Sol y Tierra-Luna. 

 

Así, combinando observaciones de eclipses, mediciones angulares y una medida de tiempo dedujo:

  • Que la Luna estaba a unas 60 veces el radio de la Tierra (valor real: ~60,3 radios terrestres).
  • Que el diámetro de la Luna era aproximadamente un tercio del de la Tierra (el valor real es ~0,27 veces). No está nada mal.
  • Que el Sol debía ser unas siete veces mayor en diámetro que la Tierra (en realidad es 109 veces mayor, pero aquí la imprecisión viene de su ángulo de 87°).
  • Y sobre todo, que el Sol, al ser tan inmenso, probablemente debería ser el centro del sistema formado por los tres astros.

Es decir, lo importante no es si acertó, sino que tuvo la idea correcta y las herramientas mentales para alcanzarla.

Para completar sus cálculos con datos concretos y no solo relativos, a Aristarco le hubiera hecho falta conocer, por ejemplo, el tamaño de la Tierra. Con ese dato habría podido calcular las distancias entre los tres astros y el tamaño del Sol y la Luna; pero Eratóstenes, unos 35 años más joven que Aristarco, todavía no había hecho el cálculo que relatamos en el artículo anterior.

¿Y si no somos el centro?

Aquí llega la genialidad: Aristarco no se conformó con calcular distancias y tamaños relativos. Se atrevió a decir que el modelo tradicional, con la Tierra inmóvil en el centro del universo, no encajaba con lo que estaba descubriendo. Si el Sol es más grande y está tan lejos, ¿no tiene más sentido que la Tierra gire a su alrededor?

Aristarco, compás en mano, dispuesto a medirse
con Apolo… sin más ayuda que Euclides.

Y así lo propuso en, tal vez, el primer modelo heliocéntrico. En él, la Tierra gira sobre sí misma y da vueltas al Sol. Su modelo no se conserva, pero sabemos de él gracias a Arquímedes, que lo cita en su obra El Arenario.

Fue el primer griego (que sepamos) que osó decirlo… y el último durante casi dos mil años. No es que lo refutaran: simplemente lo ignoraron. Aristóteles y Ptolomeo seguirían dominando el pensamiento durante siglos, con sus esferas celestes y su cosmos geocéntrico bien ordenado. La intuición de Aristarco quedó relegada a los márgenes de la historia de la Ciencia.

Pero renació: en el siglo XVI Copérnico la rescató, y aunque no la copió tal cual, sí que conocía el antecedente de Aristarco. Esa semilla antigua germinó y cambió el mundo.

Epílogo: medir el cielo con geometría y valor

Hoy sabemos que la Luna está a unos 384.000 km, y el Sol a casi 150 millones. Pero fue Aristarco quien, armado de una regla y un compás, se atrevió a medir distancias astronómicas cuando la Ciencia aún estaba en pañales.

La próxima vez que veas la Luna a medio iluminar, recuerda: ahí, justo en ese ángulo, empezó una revolución. No con telescopios, ni con matemáticas avanzadas, sino solo con ojos atentos, algo de sombra y... la pasión por saber.


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